Aquel día, como la mayoría durante el año, salí al toque de la
finalización de las clases. La gente salió en tromba como si no fuera a
volver la anhelada libertad. Este descanso era de quince minutos, lo
justo para tomarse el segundo café de la mañana.
Salí
del aula con la parsimonia que me caracteriza, con las manos en los
bolsillos y resoplando y de esa manera subí las escaleras que separanban
las clases de la cafetería.
Y
allí estaba ella apoyada en el poyete de la ventana, sonriendo.
Regalandome aquella sonrisa a las diez menos diez de la mañana que a
veces era lo unico que me llevaba al día.
A
veces ella tenía pocas ganas de sonreir y de que sus risueños ojos
marrones me iluminaran el día. Aún así ella me sonreía, aquel acto tan
cotidiano de darme los buenos días con una sonrisa era capaz de darme
fuerzas cuando no las había.